Noche de paz



El camino que lleva a Belén,
Baja hasta el valle que la nieve cubrió,
Los pastorcillos quieren ver a su rey,
Le traen reglaos en su viejo zurrón,
Ro-po-pom-pom...
Villancico Popular español

Noche de paz ¿noche de amor?

No había sido fácil llegar hasta allí. Las calzadas estaban oscuras como la pez, una mujer preñada no tiene el paso ligero, y una burra cargada con una existencia —cuántas cosas aun sin tener nada—, no puede asumir también el peso de una vida por llegar.
Apenas podía hacerlo el hombre que, embutido en un manto, caminaba cabizbajo con pasos deliberadamente lentos. Habría querido huir. Escapar de aquella negrura; del frío y de la incertidumbre. Correr como una acémila espantada por un reptil del desierto, pero algo por encima de él exigía el esfuerzo.
Miraba por el rabillo del ojo intentando captar la menor señal, no sabía cuál y ella tampoco, pero todo el mundo les había dicho que «eso se sabía cuando llegaba el momento», y ellos habían acabado siendo expertos en señales. Confiaban en el Dios que les guiaba. Lo que hubiera de ser sería y, si no, es porque así había de ser.
Descansaban en cada lugar que les ofrecía un poco de resguardo y algo de asiento: una cueva aquí, los restos de una caravana allá. Vigilantes de sí y del otro. Expectantes, tozudos e incansables. Mientras hubiera camino, habría esperanza. Cuando fallara la esperanza, rebuscarían en su Fe. Si les fallaba la Fe... No. La Fe a los sin tierra jamás —ni para caminar por este mundo, ni para pasar al otro— les falla.
Desde tiempo inmemorial las mujeres pobres recién paridas han tenido la fuerza de la naturaleza en sus entrañas desgarradas y han cargado a sus hijos a la espalda o en el regazo para seguir arando, o segando, o bregando con los animales. Ellos no iban a hacerlo. Hay mandatos que no pueden eludirse, y el que les había llevado hasta allí —en mitad del invierno, arrastrando los pies, sus únicas pertenencias, una mujer a boca de parir y una mula tan vieja como el tiempo—, era de esos.
Hacía mucho que aquellas tierras no veían caer una brizna de nieve, y los ojos que cruzaron las miradas, en los años que acumulaban, tampoco sabían de una nevada más que en las historias alrededor del fuego. Los copos mojaban el hocico de la bestia, que parpadeaba y seguía. Era impensable acelerar el paso, imposible parar la sangre golpeándole las sienes. Se obliga a respirar. El frío les cortaba los labios. Unas luces parpadeantes aparecieron difusas en la distancia. Quizás fuese un lugar poblado, quizás sólo bandidos. Quedaba bastante para llegar si sus cálculos no fallaban. Habían ido tan despacio... En ese momento un quejido apagado rompió la cadencia de los pasos y el silencio. Se miraron —esta vez— de frente.
—¿Ya?
—Sí
­—¿Seguro?
—Sí
Apretaron el paso tanto como pudieron, apenas nada. Pero, aún así, las luces seguían siendo inalcanzables.
Él maldecía para sí a los bastardos que les habían negado la hospitalidad durante toda la jornada. Se arrepentía al instante. Oraba pidiendo perdón y sin saber cómo encontraba de nuevo su alma en el pozo más oscuro del odio y de la furia. Jamás habría hecho algo parecido. Nunca habría echado a la noche, los caminos y los chacales  a una mujer en ese trance. Ciudadana o no, judía o gentil, ¿no parían igual, con el mismo dolor, con la misma esperanza o el mismo miedo? Veía la cara de ella, serena y orgullosa, y se superponía la de quien, al calor de su hogar había dicho al hombre que casi se apiada de ellos «esa gentuza son como los animales: sabrá parir en cualquier rincón».
No fue en el suelo, pero casi. Se la jugaban si alguien en aquellas tierras en las que la vida del otro no vale nada les encontraba ocupando aquél establo. Pero la noche era fría, los dolores arreciaban y las alimañas darían buena cuenta del recién nacido si olían la sangre en aquella tierra baldía y arrasada que tan pocos festines ofrecía.
Dicen que la dignidad es patrimonio de los desheredados y el honor queda para quienes tienen asegurado el sustento. Debe de ser verdad. La mula ni siquiera resopló, como habría sido normal, y se tumbó plácidamente junto a un buey que habría parecido muerto si el vaho de los hollares no le hubiera delatado —bienaventurados los mansos porque ellos alcanzarán el reino de los cielos. El polvo que se desprendía del forraje les irritaba los ojos, pero eso era lo mejor —lo único— que podrían encontrar. A los pocos minutos el rastrillo se movía arriba y abajo y él empezó a transpirar bajo las ropas y el manto.
Ella, como buenamente pudo, se sentó en el costado de un bebedero de madera. Aquello dolía de verdad... no se lo había imaginado así, no con aquél olor... no allí. Las lágrimas se le atragantaban, y un nudo en el pecho la impedía respirar. Era tan bueno... no se había quejado, no había dudado, no había desfallecido, no había hecho un reproche.
La idea llegó como los dolores: fulminante y de repente. Se volvió con los ojos encendidos y comenzó a vaciar el pesebre con un cubo que vio al entrar. Cuando acabó, él puso un poco de paja y extendieron el único trozo de algodón blanco (egipcio, el mejor) que pudo salvar en la huída. Acomodó el pesebre bajo el aliento de las bestias y tumbándose en el lecho improvisado, dejó ir el dolor que la enloquecía.
—Ahora sí puedes llegar —dijo en voz baja acariciando su tripa.
Nació en una tierra que se llevaba pronto a sus hombres. Había visto morir a muchos, pero nunca nacer a ninguno. Una criatura luchando por ser dada a la luz. No sabía si podría ofrecerle un hueco, nada —algo— que no fuese miseria, humillaciones, dolor, sufrimiento, angustia, ira. Los ojos se le nublaban de emoción y de desesperación viéndole envuelto en lo único decente que conservaban. Blanco y limpio como él. Podría ser, con toda facilidad, si se descuidaban, su sudario. Pero él no lo permitiría. Ella dormía hecha un ovillo en una esquina, la mano sobre la cuna, vigilante. Nunca acabaría de agradecer su firmeza. Los pasos decididos que salían de una posada, y otra, y otra, sin dudar ni un instante qué hacer cuando las cabezas la señalaban diciendo «ella sí...».
 El buey bufó y la mula enderezó las orejas. Alguien se acercaba. Un rebaño de cabras llegó precedido por su olor. Los cabreros parecían casi niños y estaban polvorientos, secos, ateridos de frío y casi tan malolientes como sus animales. Habrían seguido el rastro de sus pasos.  Uno se acercó cauteloso y con los brazos levantados y una inclinación le indicaste que pasara. Los iguales se reconocen en cualquier lugar. No eran peligrosos, no erais peligrosos. Estar, al fin, entre hermanos podía parecerse a la tranquilidad. De sus zurrones ennegrecidos salieron leche, queso, dátiles y miel. El niño mamó. Su madre le miraba arrobada.
Creías haber sido cuidadoso, pero ella te conocía. Debías haberlo sabido ya: sus ojos siempre veían un poco más allá. Más allá del tiempo, más allá de vuestro mundo, más allá de la vida. La mula te acababa de prestar su último servicio; había sido el pago para que los pastores cuidaran del niño y de ella.
En un recodo del camino el crujir de una piedra suelta te hizo sospechar. Caminaba como mandaba la tradición, detrás de ti, como una sombra, como siempre. Tan segura de que eres su guía como tú de su presencia. Otra noche de camino os dejó en los límites de la ciudad. Un alto. Venimos al censo. He dicho alto.
Todos los soldados de todos los imperios de la Historia han pedido lo imposible a cada desposeído con el que se han cruzado, pero vosotros erais expertos en señales. Todo iría bien. Una estrella jamás vista acababa de aparecer sobre el horizonte. No se os ocurría mejor augurio.
Ella, de nuevo un paso por detrás de ti, no te ha tocado. Han de pasar cuarenta días y cuarenta noches; ahora es impura. La ciudad es más grande de lo que habíais imaginado. Ni apenas despuntando el alba puede disimular el bullicio de una urbe en un gran día. Una riada de pies polvorientos e indecisos de peregrinos y forasteros se encamina a algún lugar que no conseguís ver, y que no os importa. Al alargar la mano, buscar sus dedos y entrelazarlos a los tuyos sus ojos brillan de sorpresa. Es tan niña...
Llegáis a una plaza atestada de gente, sin hablar ni necesidad de hacerlo. Al intentar soltarle la mano ella te la aprieta aún más, abre un poco su manto y descubre un cinturón cargado de explosivos, exactamente igual al tuyo. Sus labios rotos de la sed, el polvo, del sudor y el frío, del esfuerzo del parto, sonríen con dulzura y, mientras os lleváis la mano a la cintura, murmuran «Solo hay un Dios».

María S. Martín Barranco



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