And the devil is…

Cada día encuentro, no sin sorpresa —derivada no digo yo que no, de la ignorancia—, declaraciones en la prensa española o mexicana (las que leo a diario, pero que posiblemente se reproduzcan en el resto del mundo) de miembros destacados de la Iglesia Católica anatemizando en contra de la laicidad de los estados desde la posición de privilegio que dichos estados, la mayor parte de ellos laicos o no confesionales —para mayor emoción del asunto—les proporcionan. Y digo privilegios porque desde las cuentas que nos cuentan —y aquí valdría decir “cuentos que nos cuentan” y la frase tendría idéntico significado—son la religión mayoritaria y tienen por tanto acuerdos con estos países que la sitúan en posición ventajosa frente a las y los miembros de otras religiones y, por supuesto, aunque la mayor parte de las veces se olvide, de quienes no creemos en ninguna de ellas ni practicamos rito alguno.

Las personas que no profesamos ninguna religión y nos limitamos a creer, o no, en algo desde la intimidad de nuestras convicciones, somos las auténticas marginadas sea cual sea el credo mayoritario. Incluso en estados no confesionales como el español, o laicos como el mexicano, somos los bichos raros y quienes defienden nuestros derechos el enemigo a batir. ¿Por qué?

¿Por qué el derecho a practicar la religión de otra persona me convierte en objeto de ataque por no hacerlo yo? ¿Por qué la creencia moral de cualesquiera otros u otras me ha de convertir en víctima de lo que consideren una enfermedad en base a esas creencias? ¿Por qué descalifican en público (y no para sus acólitos, fieles, seguidores o lo que quiera que sean) a las personas a las que he elegido democráticamente con mi voto y que defienden mis derechos constitucionales cuando no hacen más que cumplir con su obligación? ¿Por qué lo que hago con mi vida, con mi cuerpo, con mi alma les importa tanto? ¿Por qué mis peticiones de una educación laica parecen aberrantes a quienes siendo practicantes de la religión mayoritaria cuando viven en lugares donde la suya es minoría exigen el derecho (que tienen) a que sus creencias se respeten? ¿Por qué, además se consiente que esas críticas las hagan quienes representan a unas confesiones pero no quienes representan a otras que por decir mucho menos, con mucho menos alcance y gravedad son calificadas directamente de terroristas? ¿Desde y hasta cuándo y por qué tengo que soportarlo?

Las dudas se multiplican cada día que pasa. Se repiten las declaraciones misóginas, xenófobas, homófonas, inconstitucionales y antidemocráticas de quienes llaman al “alzamiento social” por lo que hago con mi sexo o por la persona con la que duermo —que ni les va ni les viene porque no cuento en sus cuentas— hechas por descarados a quienes no se les revuelven las tripas por lo que cuesta (y nos cuesta) cada viaje del representante de su Estado (que además debe ser el que tiene más delegados diseminados por el mundo con lo que tanto paseíto sería absolutamente innecesario), ni por la justificación de delitos abominables, las ganancias indecentes de un banco nacional que está entre los diez preferidos para el blanqueo de dinero (proveniente entre otros de la venta de armas y del narcotráfico), la acumulación de tesoros inimaginables, el ejercicio abusivo del poder o la manipulación descarada de la ignorancia y el miedo ajenos.

Además, cómo no, tengo que aguantar no sólo que me digan lo que tengo que hacer con mi cuerpo y con mi alma, sino que me juzguen si no lo hago y me amenacen (porque para esa iglesia es una amenaza por más risa que a mí me produzca su infierno viendo el mundo en el que su dios les ha colocado) con consecuencias.

Y, sin embargo —y aunque no lo parezca—, no soy en absoluto anticlerical. La cultura en la que me he criado está impregnada de religiosidad, y creo en las manifestaciones privadas y respetuosas de la Fe y en aquellas que siendo públicas no perjudiquen mis derechos como ciudadana. Además, creo que el que múltiples religiones se puedan manifestar en un país, el que sea, es enriquecedor y provechoso, quizás a veces no como muestra cultural sino simplemente folclórica. Y no me niego a que haya una procesión de Semana Santa por más que deba soportar calles cortadas y motos derrapando en la cera cuya limpieza pago con mis impuestos, pero no sé qué tan dispuestas estarían las personas que lloran al paso de una estatua de madera adornada con flores a soportar los mismos inconvenientes por un dragón de papel con danzantes alrededor.

Echo de menos un debate largo, real, intenso, serio, riguroso, documentado, racional y tranquilo (ante todo eso, por favor) sobre el papel de las religiones en los estados modernos y, para que nos vamos a engañar, en aquellos que (uno por nacer en él, el otro por ser el que elegí para vivir) me importan más que ningún otro. Laicidad, laicismo, aconfesionalidad y anticlericalismo se confunden tantas veces y hay tan poco interés de las partes implicadas en aclarar los términos que, con algo de imaginación, podría parecer sospechoso.

Por eso estoy tan cansada. Cansada de respetar a las mayorías por mi convicción democrática y de que utilicen esa democracia de la que tanto se benefician para demonizarme, atacarme, juzgarme y, sobre todo, para insultar, degradar, ignorar y utilizar al sistema que les permite hablar para mandarme callar.

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