Información política: la indefinida línea entre electorado y público

Lo que parece verdad cuenta mucho más que lo que
es verdad; de ahí la búsqueda sistemática de las pruebas
y el estudio de las técnicas adecuadas
para demostrar la verosimilitud de una tesis.
Tórax y Tisias, maestros de Retórica. Grecia siglo V a.C.


               La diferencia entre verdad y opinión que a simple vista puede parecer tan clara como para no necesitar más discusión, no sólo marcó las controversias en el arte de la Retórica hasta el S. XIX, sino que se nos hace hoy absolutamente imprescindible de distinguir si acariciamos la idea de extraer alguna conclusión de las informaciones que de forma profusa nos facilitan los medios de comunicación en todos los campos y, muy especialmente, en el de la política.
Atendiendo a teorías clásicas de la argumentación, el discurso es un hecho social y político que une en un mismo diálogo al orador u oradora y su auditorio, que se comunican (quien emite el mensaje y quien lo recibe) mediante disertaciones que se producen en un momento definido en el tiempo.

      Podríamos decir, reduciendo siglos de historia a dos míseras líneas, que encontramos en política dos métodos bien definidos de argumentación: por una lado una argumentación “científica” que se dirige a la mente y tiende ha hacer el alegato verosímil aduciendo pruebas lógicas de verosimilitud, y por otro, la que está fundamentada en la atracción emotiva de la palabra que, sabiamente manipulada (es decir, manejada) se dirige al corazón. No hacen falta ejemplos de ello, es suficiente ver el próximo informativo para apreciar cómo una y otra se utilizan con mayor o menor destreza, con mayor o menor intención por dirigentes de los destinos de todos los estados, regiones (perdón, Comunidades Autónomas), diputaciones, provincias, ayuntamientos, entidades locales, corporaciones, empresas, sindicatos, pymes, asociaciones vecinales, indignados e indignadas, periodistas o presidencias de comunidades de vecinos. O apelamos al corazón, o apelamos a la razón, o a ambos.

      El siguiente paso —y no lo doy yo, ya fue dado por Aristóteles— sería hacernos conscientes de la oportunidad de ese discurso, es decir, cómo una u otra argumentación son apropiadas para auditorios concretos en situaciones determinadas. También en la Grecia clásica Antífono redactó ya los lugares comunes —y vacíos—, las fórmulas generales que sirven para cualquier tipo de discurso. Continuamos escenificando, continuamos hablando para esconder lo que pensamos. Grecia, entonces, parecía saber lo que decía, o para qué lo decía.
No hay nada nuevo bajo el sol, o no bajo el sol que ustedes y yo compartimos con aquellos sesudos señores que inventaron y perfeccionaron las artes de la manipulación política que hoy se nos ofrecen no sé bien si degradadas o remasterizadas por los medios.

      Si deseamos hablar sobre el poder de la palabra y el modo de utilizarlo para dirigir a otras personas, tampoco debemos creer que innovamos. Posiblemente fueron los sofistas (las sofistas ni estaban ni se las esperaba) los primeros en tomar conciencia de ese poder de la palabra y su influencia sobre los asuntos humanos y sociales. Ellos aprendieron a analizar las predisposiciones del auditorio para ajustar el discurso a sus ideas, valores y necesidades; aprendieron, pues, a persuadir que no es otra cosa que seducir con lo que de engaño tiene toda seducción. También se hicieron conscientes de la importancia de la puesta en escena de ese discurso, de las circunstancias en que se desarrollaba.

      Ni más ni menos que eso, aunque de modo más burdo, menos consciente y empobrecido, es lo que se nos ofrece hoy por los medios de comunicación en España (y me atrevería a decir que en el resto de países occidentales u occidentalizados), en el siglo XXI. Cadenas de televisión, periódicos, emisoras de radio, blogs o grupos de redes sociales que, contraviniendo todas las normas periodísticas, brindan como información meras opiniones —sin indicarlo en ningún momento, tal y como se establece en todos los códigos deontológicos de la profesión—, opiniones como mínimo sesgadas y en algunas ocasiones puras invenciones disfrazadas de investigación y que sólo son suposiciones o insinuaciones. No son mentiras, son sofismas. No son mentirosos —o mentirosas—, son sofistas.

      Hoy hemos pasado de personas con derecho a ser informadas, de electorado que decide, a ser la excusa para casi todo. Somos votantes, somos consumidoras y consumidores. Somos, para casi todo el mundo, gente a la que vender algo: un producto, una idea, un dios, una forma de vida, un impuesto, una reforma laboral. Un cambio. Un cambio del cambio. Hemos pasado de ejes a satélites. Somos espectadores, público. Y cierran Público. Grecia, al menos, sigue teniendo a sus clásicos. Las clásicas, serán otra historia.
                                                                                                                                                                                                                                    ©María Martín 
 especialistaenigualdad@gmail.com

Comentarios